Cabrón



Esa habitación olía a mierda por tan profunda sodomización. Una y otra vez. Una y otra vez. Me dolía tanto. Las venas rotas del ano. El muy maldito, en vez de pedirme que le diera la espalda, exigió que me recostara decúbito dorsal sólo para ver mi expresión de sufrimiento. Las piernas sobre sus hombros. De este modo, por buen rato. Con violencia. Seguidamente, hizo que se la mamara con todo ese sabor y aroma. De rodillas. Arcadas. Hasta la garganta. Bofetadas de verdad. La saliva escurría por la comisura de mis labios y caía en lava por mi mentón. Y él, en tanto, obligaba a succionar a su verga aunque me faltara la respiración.

Antes, estaba esperándome en las afueras del bar acordado. Su figura en persona no distaba mucho de las fotografías que me había enviado desde ese sitio web donde nos conocimos. Primera impresión: un nerd de gimnasio. Otra idea: hombre de energía calma, similar a la que puede entregar un guía espiritual. Aquella combinación, excitó.

Cuando bajé del taxi, y en el trayecto de cruzar la calle, advertí que miró de abajo hacia arriba. Y al llegar a saludarlo con un beso en la mejilla, con una sonrisa muy maliciosa exclamó –qué tacos-. Entramos al lugar. Yo ya estaba muy mojada porque elucubraba con las conversaciones pornógrafas e inteligentes que tuvimos por WhatsApp las horas y días previos a la cita. También, habíamos intercambiado relatos ya que él (como yo) gustaba de la escritura.

Nos sentamos en una mesa esquinada. Después de intercambiar un par de frases, ordenó una botella de vino blanco. Nos pusimos a hablar de sexo. Mientras contaba de sus experiencias con mujeres contactadas por la red, lo observaba. Parecía exitoso y muy formal. De esos hombres pulcros que visten con trajes de marca. De aquellos que caminan por la calle sosteniendo un maletín de cuero mientras hablan por móvil.

La botella del brebaje a la mitad. A esas alturas, calientes ambos, pidió que me sacara las bragas. Con disimulo, lo hice; y se la entregué por debajo de la mesa. Acción seguida, la olió. En el acto, su expresión facial era de seriedad, como la de un perfumista encontrando aromas para inventar una pócima. Por mi parte, un poco ebria. Daba algo de vértigo saber que podía estar con un tipo que me podía violar en reiteradas ocasiones.

La última copa y llamó al mozo por la cuenta. Sin ropa interior y con cierta dificultad me levanté de la silla. Él, amablemente, dejó que lo tomara del brazo para dirigirnos a su departamento que quedaba a muy pocas cuadras de aquel sitio.

Hacía frío y las calles estaban a disposición de la noche (el cuadro-pintura era similar a de The Adelphi, de Bill Brandt). Nos detuvimos en un pasaje, pidió que abriera las piernas y metió su mano en mi concha depilada por completo. Me masturbó un poco, sus dedos entraban y salían de mi coño con facilidad por la humedad abundante. Después, “cató”, y seguimos caminando. Yo deseaba follar ahí mismo. Así, contra la pared, como las víctimas que son interceptadas y abusadas por esos sádicos psicópatas en la oscuridad solitaria. Lo sugerí. Sin embargo, no accedió.

Al llegar, en la puerta de su piso, volvió a masturbarme. Subió el vestido para ver la concha.

Entramos. Pasé antes al baño en suite. Al salir, otra vez estaba ahí él esperándome. De proyección pacífica a una muy distinta: su actitud era de una bestia que estaba lista para atacar a su presa. Y así lo hizo. Me maltrató y folló mucho. Usóme como una puta callejera. Y sólo después de haberme hecho padecer sin pausa alguna, ordenó que le diera la espalda, sostuvo fuerte de las caderas y penetro por el coño para moverse en un principio lento. -No hagas nada- dijo. Un par de segundos, metidas de esas que topan con el cuello uterino y el estertor final. Yo, retorcía en un orgasmo. Y él, finalmente, sacaba su pene forrado en un condón translúcido lleno de semen.

Estuve algunos días con ardor en los pezones por apretones y mordidas que recibí, me dolía el coño y el ano. Tengo escenas fragmentadas del encuentro. Pero recuerdo claramente su mirada pérfida mientras follábamos, el olor de su verga. Y a modo surrealista, una escopeta moderna de color negro que me mostró orgulloso antes de salir de su habitación para ir a la sala a incorporarnos.

¿Verlo otra vez? Es posible. Antes, debo cumplir con algunas de sus peticiones. Lo primero, es mandarle fotos mías en plena masturbación. Ya lo hice. Y terminar este relato para satisfacer, obviamente, a su egolatría cabrona. Quizá ya leyó este texto y ha de estar pensando en cómo volverá a hacerme mierda.










8 comentarios:

  1. Os sigo desde face, me gustan tus descripciones es estar ahí contigo viviendo todo.

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  2. Colega usted es maestras en este tipo de relatos. Anais Nin te adoraría.

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  3. es una habilidad hacer que uno sienta todo en tus relatos,, ahora tengo ganas de follar asi como tu porque es verdad lo que escribes??????

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  4. De nuevo publicando?

    Debe ser mi mes afortunado dos de mis autoras preferidas han vuelto a compartir su obra :)
    http://sheeladlc.wordpress.com/

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    1. A veces desaparecemos, y hasta de nosotros mismos. Gracias, Cifu.

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  5. Me encantó... Tienes una facilidad para describrir cuadros. Un verdadero arte. :)

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  6. Soberbia, como siempre.

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  7. Uffff todo un subidón.... un autentico placer!!!!
    Bss

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