Me
resultaba incomprensible que estuviera sola en el mismo bar las noches
de los viernes. Al llegar, parecía que tras su figura agraciada, una cola de
dolores pendía de su vestido ceñido y negro perfecto. Siempre ocupaba una mesa
esquinada con vista a la avenida principal. Ahí, con las pupilas pegadas al
vacío, bebía lentamente una botella de champagne. Dejaba que los minutos
trascurrieran sin prisa como queriendo evadir un obligado regreso. Por mi
parte, no podía dejar de observar como tomaba su cigarrillo con sus manos
delicadas y blancas en contraste con sus uñas de color rojo rabioso. En cada
inhalada, parecía que aspiraba el mundo. Después, con sus labios perfilados
conducía el humo de tal forma que parecía que llenaba aquel lugar con su presencia.
De vez en cuando cruzábamos miradas. A veces, varios segundos una en la otra.
En aquel instante, esos ojos tristes y vidriosos me estremecían; al punto de
olvidar mis oscuros deseos e ir donde ella sólo a abrazarla. Nada más.
Más
de una vez quise cruzar el pasillo que nos separaba para preguntarle su nombre
e invitarla a más que un trago. Quizá contarle, y después de varias copas, que sentía
inquietud de su persona más allá de la atracción física que me provocaba. Y que
de vez en cuando elucubraba con ella las veces que me masturbaba bajo una ducha
solitaria. Pero nunca me atreví. Y nadie, tampoco.
Un viernes no apareció y al siguiente tampoco. La busqué por
las otras tabernas contiguas durante varias noches. Ni rastro. Frente al bar
donde flirteábamos, había un parque con árboles frondosos, estatuas y una
pileta abandonada en el frío y la neblina. En reiteradas ocasiones estuve
recorriendo la extensión del lugar deseando que apareciera. Sin embargo, sólo la
lluvia y la soledad del invierno aguardaron junto a mí.
Quién era y dónde estaba. Una y otra vez. Intenté olvidarla con
otras mujeres y hombres. Nada aquietaba mi desazón. De ese modo, el regreso a
mi morada era resignado y lamentable. Sin embargo, una noche fue diferente a
todas. Desperté gimiendo y con la sensación de amor que añora la soledad. Abrí
los ojos y ella estaba junto a mí, desnuda y dispuesta. Su brazo izquierdo
abrazaba mi cintura, su respiración entibiaba mi rostro.
-No es posible, ¡esto es un sueño!-.
Apreté con fuerza los párpados para salir de aquel estado, pero
al abrir nuevamente la mirada, continuaba conmigo. Otra vez el mismo ejercicio,
y aún permanecía extendida y durmiente sobre la cama. Si esto era locura
onírica, qué importaba. No quiero salir de acá. Aquí me quedo.
Después de contemplarla por varios segundos, acaricié
sutilmente sus pezones erguidos para que después los míos rozaran los suyos. Mi
boca se acercó despacio para besarla con cuidado. Apenas la lengua lamía sus
labios que a medio despertar correspondían a la acción. Abrió los ojos. Nos
reconocimos y perdimos en cada una. Hablamos por justo rato. Arrumacos con
paciencia. Y cuando fue el tiempo, nos besamos con desespero. La saliva se
esparcía por todo su cuerpo y el mío. Nos mordimos despacio y a veces no tanto
las tetas. Los dedos de cada una violaban con suavidad y brutalidad nuestros
mundos inundados. Nos comimos el coño al mismo tiempo y volvimos a besar para
probarnos. Y cuando ya casi, se subió en mí para refregar su concha con la mía.
La ayudaba guiando con fuerza sus caderas hacia arriba y hacia abajo, yo
levantaba las mías. De este modo hasta que ambas nos corrimos. Respiración
agitada. Manos entrelazadas. No dijimos nada, no era necesario. Nos volvíamos a
perder nuevamente en el sueño.
A la mañana siguiente y antes de despertar, la realidad era cruel. No estaba, pero sí extrañamente un perfume
dulce invadía toda la habitación. Y el sabor de su piel aún permanecía en mis
labios. No sentía la ausencia de su presencia. En mi memoria, su nombre: Perla.
No había explicación.
Sin la angustia de no haberla conocido, seguí frecuentando el
bar las noches de los viernes aunque fuera un absurdo. La mesa que ocupaba permanecía vacía. Las personas que entraban y salían
no insistían en aquella ubicación privilegiada para la juerga bohemia. Así, por
largos años. Por largos años.
Una vez, el reflejo de una ventana me advirtió que su mesa
estaba ocupada por otra mujer. Rápidamente, fijé la vista en el espejo
improvisado. En el acto, mi cuerpo entumecido, las manos empuñadas y los labios
cosidos: era yo quien estaba ahí sentada fumando un cigarrillo de boquilla y bebiendo
una botella de champagne con la vista ida en la nada. Solo recuerdo que al
desplomarme, el jolgorio se detuvo y que las personas rodearon mi cuerpo yacido
en el parqué gastado. También, que un hombre se acercó con premura para ejercer
presión sobre mi pecho y que otro me hablaba para que regresara. Por vez
primera ahí el silencio reinaba, caía estrepitoso sobre los habitúes del lugar.
Y yo me desprendía de la carne y los huesos para re vivir aquella
sensación de sosiego que experimenté cuando soñé conmigo.
Más
de una vez quise cruzar el pasillo que nos separaba para preguntarle su nombre
e invitarla a más que un trago. Quizá contarle, y después de varias copas, que sentía
inquietud de su persona más allá de la atracción física que me provocaba. Y que
de vez en cuando elucubraba con ella las veces que me masturbaba bajo una ducha
solitaria. Pero nunca me atreví. Y nadie, tampoco.
Felicitaciones por tu escritura que no sé como calificar porque es muy triste, muy erótica y muy de auto análisis.
ResponderEliminarUn placer señora de negro